Ir al contenido principal

El filósofo Roberto Palacio

 

El filósofo Roberto Palacio y su visión de “La era de la ansiedad”

Petrit Baquero * 

Entrevista al escritor colombiano que publica con el sello Ariel un libro sobre las emociones que vivimos en estos tiempos: angustia e incertidumbre.
Roberto Palacio ...ha sido autor de varios libros, entre los que están Pecar como Dios manda. Historia sexual de los colombianos (Planeta, 2010), Amor, delirio y redención. Diez narraciones sobre las formas excéntricas que asume el amor (Aguilar, 2016) y La vida erótica de los filósofos (Libros Malpensante, 2018), todos llenos de sarcasmo y, sobre todo, reflexiones profundas sobre lo que somos como seres humanos en contextos en los que muchas cosas cambian vertiginosamente y otras permanecen igual, así sigamos creyendo que “los jóvenes ya no respetan”.

Este año 2023, acaba de publicar La era de la Ansiedad (Ariel, 2023), un libro en el que reflexiona sobre muchas de las cosas que ocurren en la sociedad actual y en la que, inevitablemente, estamos inmersos. El libro toca muchos temas que me han generado curiosidad, por lo cual quise hablar con él y preguntarle cosas al respecto.

Una de las ideas centrales del libro es la de que se acabaron las utopías y ahora existen solamente pequeñas batallas; ¿por qué considera que ahora vivimos sin utopías?

Recuerde que un tiempo sin utopías es un tiempo sin grandes ideales colectivos, sin una guía. Y es que nuestra situación es radical: en cierta forma ya ni siquiera nos queda el orgullo de vivir en tiempos sin grandes ideales. Los existencialistas hicieron toda una filosofía (muy pertinente, por cierto) basados en el encanto del desencanto. Pero nosotros somos escépticos y nihilistas sin más (“no somos descreídos, somos incapaces de una creencia”, decía Nietzsche). En tiempos semejantes, no hay forma de decir con credibilidad que algo es mejor que alguna otra cosa: tú has leído todo Dostoievski, yo tengo un canal de uñas en Youtube… ¡estamos al mismo nivel!

¿Y no? ¿No estamos al mismo nivel?

¡No! Es que es paradójico que tiempos tales son de mucha vociferación: se impone lo que Alexis de Tocqueville llamó el “despotismo democrático”: la existencia de un entramado de pequeñas y complicadas reglas, minúsculas pero uniformes, ideales semejantes a los de un manual para llamar a las cosas, para ser correcto y adecuado, diminutos cánones que corrigen la vida y que estamos dispuestos a reclamar con histeria; el que me debes llamar por mis pronombres percibidos, que el “mundo” se debería llamar “munda”, que hablar de un seminario es machista y debemos hablar de “feminarios”. Hace cien años teníamos la Urbanidad de Carreño; hoy tenemos la corrección política.

Sobre eso vale la pena que profundicemos más adelante, pero frente a algunas cosas que afirma en su respuesta y que menciona en su libro ¿cómo es eso de vivir los derechos como hechos?

Que hoy vivimos, en efecto, dentro de los derechos más que los hechos, y se lo pongo masticado: si a alguien le preguntamos una cuestión fáctica —como por ejemplo si tres personas caben en una silla—, su primera tendencia será a preguntarse si esas personas tienen derecho a sentarse en la silla… y cómo lo harán. Y si uno queda por fuera, la pregunta es si se irrespetaron sus derechos. Aquí no se trata entonces de un derecho en sentido jurídico, sino en el sentido que usamos cuando hablamos de mis derechos…cada uno con sus derechos. Ya no hablamos de la noción colectiva de derecho como bien común.

Pero nuestra fragmentación va más allá de simplemente no tener una noción de bien común. Ya ni siquiera compartimos la idea de vivir en una realidad compartida; es que en cierta forma hemos privado a la realidad de su carácter de real si se quiere, como si hubiera opciones, como si pudiéramos ser creativos con los hechos. Por ejemplo, los primeros jefes de prensa de Trump, cuando este era acusado de abusos sexuales, hablaban de “hechos alternativos”: para ti el presidente tocó una mujer de manera inadecuada; para nosotros fue proactivo en sus avances afectivos. No son dos opiniones, son dos hechos en contraste, igualmente válidos. Nunca en la historia de la humanidad habíamos intentado controvertir la obviedad de esta manera.

Usted, por ejemplo, les lanza críticas a ciertos métodos y algunas actitudes de grupos feministas radicales, ¿podría decirnos cuáles son esas críticas y por qué considera relevante hacerlo?

No es solo a las feministas radicales, es que creo que vivimos en tiempos de múltiples dogmatismos dominantes que amenazan con convertirse en verdaderos totalitarismos. Un totalitarismo en mi opinión es un sistema (político o simplemente una forma de vida) en el cual las relaciones entre los individuos se basan en la idea de una inculpación a priori. En nuestro caso, es que eres culpable de cosas que no pudiste evitar, así, por ejemplo, los hombres abusamos “inconscientemente”.

¿Como un “pecado original” del que no podemos escapar?

Exacto, y es que puedo recordar a George Orwell, quien, en un estupendo ensayo, recuerda cómo era azotado en su internado de infancia por orinarse en la cama. ¿Somos culpables de lo que no podemos evitar? Hemos cuestionado los géneros naturales como si se tratase de una cuestión de mala elección. Así, la lucha de las feministas radicales contra “los hombres” es una lucha contra un grupo constituido biológicamente. ¿Qué tan culpable eres de haber nacido hombre o mujer?

Pero, vale la pena aclararlo, su crítica no es, fundamentalmente, contra el feminismo en general sino contra ciertas tendencias que se ven en varios colectivos de la actualidad, los cuales, en su discurso, apuntan a defender y reconocer derechos anteriormente no reconocidos, pero que pueden caer en las mismas prácticas que tanto cuestionan…

¿Por qué no podemos resaltar más bien feminismos de una gran inteligencia como el de Martha Nussbaum que ha insistido en que los temas propios de las mujeres se deben inscribir en una corriente de pensamiento universal? Algunos feminismos se han basado más bien en un “constructivismo” ramplón que insiste en que las mujeres se hacen (no nacen) según la expresión de Simone de Beauvoir, mientras que los hombres están “libreteados”.

Esa crítica que usted hace va también a la denominada “cultura woke” y al deseo de querer incluir a la fuerza en determinados escenarios a todos los elementos constitutivos de la sociedad, ¿cómo es eso?

La “cultura woke” consiste en pensar que mis preferencias, mis gustos, mis aficiones… deben ser reconocidas por todos, y que cuando no pasa eso es porque mis derechos han sido vulnerados. Así, todo aquel que nos contradice quiere desplegar una agenda perversa.

Y en las redes sociales eso se expresa con bastante virulencia…

Exacto, es por ello que en las redes hay un odio extendido. Nos hemos vuelto “personas del resentimiento”, pues, como decía Nietzsche, se odia “en abstracto” a gente que ni siquiera se conoce y a grupos con los que nunca se ha tenido trato.

Entonces, un signo de nuestros tiempos es que, por determinados comportamientos y opiniones hechas en la actualidad o en el pasado, que puede ser de hace años, se llega a situaciones como la mencionada “cultura de la cancelación”.

Así es. Todos estos comportamientos son manifestaciones de nuestro narcicismo individualista, uno muy notorio y extendido que se da —en parte— a través de lo que se ha llamado la cultura de la cancelación. Si en mi universidad o en mi ciudad, por ejemplo, un día invitan a hablar a alguien cuyas ideas no comparto, intentaré silenciar a mi contradictor. Con esto, muchos pensadores notorios han sido “cancelados”, incluso en Colombia, por no seguir las ideas dominantes del momento.

Vale decir que, si bien había comportamientos, tal vez, naturalizados y normalizados bastante cuestionables y que merecen ser denunciados y puestos en evidencia, también puede haber tremendas injusticias, algo que usted menciona en el libro. ¿Cómo analiza este fenómeno y sus consecuencias en la sociedad actual?

A través de los campus de las universidades más respetadas (Oxford, Harvard), a famosos hablantes se les ha “cancelado” su intervención por la reacción histérica (al decir de Slavoj Žižek) de grupos opositores. Si no estoy obligado a escuchar lo que no me gusta, pediré que lo prohíban. Mi fastidio personal lo vuelvo público, mi libertad lo permite; vivo dentro de mis derechos, no de los hechos. Y no hay fines colectivos.

¡Que extraña resulta la idea de intentar corregir autores que opinan distinto a mí, más aún si el pensador a cancelar ha muerto hace siglos, como si no hubiese historia, como si los valores de hoy hubieran sido los de siempre! La “cultura de la cancelación” presupone, no solo la vulnerabilidad personal, sino el temor a la posibilidad de cambiar. Cuando Ulises se ata al mástil de su nave, reconoce que puede sucumbir al canto de las sirenas, pero no las manda a callar, él es el que se restringe. 

, de pronto, hay una lucha permanente contra un pasado que, obviamente, ya se fue, pero cuyos valores continúan marcando muchas de nuestras relaciones…

Una época de la ansiedad es una en la que sentimos, ya no lo que Sartre llamaba el vértigo de la libertad, sino que todo está acabado y concluido. ¡No hay nada nuevo por decir o inventar! No queda más que apropiarnos de las grandes creaciones del pasado. Y cuando definitivamente nos exceden en genialidad y renunciamos a entender sus signos, no queda más que intentar cancelarlas o destruirlas. Es que hemos visto a activistas rociando cuadros de Van Gogh con sopa de tomate, alegando una causa mucho más grande que nosotros mismos: el medio ambiente… quizá lo único que la generación actual reconoce como más grande que sí misma. Pero es un lugar común que un signo que no se comprende intente ser destruido por generaciones posteriores.

Sin embargo, muchas veces esa crítica que usted hace queda en manos de sectores ultraconservadores que se oponen a cualquier tipo de cambio, inclusión y reconocimiento a poblaciones específicas. ¿No teme que lo acusen de ser parte de esos sectores extremistas que, en estos tiempos, están teniendo un nuevo aire?

Un pensador siempre teme ser malentendido, pero a menudo teme más ser “excesivamente entendido”, como si fuera obvio. La verdad en este punto es que el centro político no existe, lo cual no quiere decir que no exista el centro ideológico. Acá el problema y la falacia es de los extremistas: si no estás conmigo, estás en contra mía. No. Amo la libertad de expresión que recuerda que siempre hay más alternativas que las evidentes. Mientras que la política nos polariza, la libertad de pensamiento aviva en nosotros la idea de que los extremos entre los que nos intentan encasillar no son tanto nocivos como ridículos. ¿Hemos de sostener con la extrema derecha que hay que construir un muro en el Cauca para separar a los “blancos de los indios”, como lo dijo Paloma Valencia alguna vez? Y por el otro extremo, ¿hemos de salir a hondear banderas para defender el derecho de los hombres a abortar? Ni lo uno ni lo otro. El pensamiento no necesita comprometerse con una opción política reduccionista y estulta. Si a raíz de ello nos llaman “conservadores” o “rancios”, que así sea. A Galileo, la Inquisición lo llamó en algún momento hereje, que no significa más que —según la genial demostración de Thomas Hobbes— ser alguien que no sigue la opinión de la mayoría. Algunos nos enorgullecemos de ser herejes contemporáneos.

No obstante, es evidente que, con las redes sociales, algunos grupos extremistas han ganado bastante audiencia, como es el caso de algunos que se autoperciben como “nueva derecha” que, a mi manera de ver las cosas, con otras palabras (“globalistas”, “élite”, “zurdos”, “batalla cultural”, “marxismo cultural”, “libertarianismo”...), continúan defendiendo lo mismo que ha defendido siempre la derecha radical. ¿Por qué cree que estos grupos han ido ganando cada vez más fuerza, pese a que muchas de sus propuestas son francamente delirantes?

Una cosa que llama mucho la atención es que las personas de derecha ya no suelen ser conservadoras. No están intentando conservar nada. Al igual que la izquierda radical, lo que ha hecho la derecha es desproveerse de “valores” (religiosos, familiares, en materia sexual…). La política hoy dice, sin más, que sus intereses son X y no advierte sobre ningún bien colectivo que venga de ejercer esos intereses. Se duelen de lo que otros hacen con su cuerpo (uno de sus pilares es la lucha contra el aborto), pero no les duele lo que hacemos al cuerpo o patrimonio de otros (otro de sus pilares es la libertad de portar armas).

Y usted es bastante crítico con los sectores ultraderechistas. Eso me recuerda una frase de su libro en la que dice que, para muchos en la actualidad, la esfera de los derechos solo se extiende más allá de la epidermis…

Tal cual, pues no pueden creer que nuestros derechos excedan nuestra epidermis, al mismo tiempo que consideran “derecho” lo que pueden imponerle a los demás… como el uso de pronombres, como la obligación de los hombres que alguna vez en la vida debemos “confesar privilegios” en público…

Es claro que la emergencia de personajes, a mi manera de ver, delirantes, como Trump, Bolsonaro y otros que, en un pasado reciente y con consensos más o menos compartidos, no habrían tenido mayores oportunidades de triunfo electoral, ha sido marcada por la exacerbación de los discursos que les generan éxito. ¿Cómo cree que se puedan buscar alternativas a esta situación?

Trump es un fenómeno bastante diciente de los tiempos que corren. El filósofo Michael Marder ha hecho un estudio fascinante de la política de Trump basado en la idea de que, en un mundo sin utopías, la distinción entre apariencia y realidad pierde sentido. Trump no es un farsante, por la sencilla razón de que no hay un interior genuino versus un exterior apócrifo. Trump es esa superficie sin profundidad, consciente de sí misma. Se han transmutado los valores tradicionales por nada: ¡su éxito es que es del vacío que se sabe vacío, sin adentro ni afuera, sin real vs. fingido!

Y en ese sentido, pareciera que la verdad ya poco importa, ¿hasta ese punto se ha llegado?

En el evangelio de Juan, se atestigua el momento en que Jesús es llevado ante Pilatos. ¿Quién eres? le pregunta el pretor romano, ante lo que Jesús le responde: Soy la Verdad… ¿Y qué es la Verdad?, replica Pilatos. He acá un magnífico ejemplo del escepticismo clásico.

Hoy preguntamos más bien: ¿Según la “Verdad” de quién? ¿La tuya? Nosotros ya no somos escépticos con respecto a la verdad; esto hubiera implicado dudar de la misma, tener un cierto idilio con ella. Simplemente no entendemos el concepto y como tal se nos antoja ofensivo. La filosofía francesa y Lyotard dejaron sembrada la idea de que detrás de toda metafísica (y todo concepto de verdad entra en esta categoría) hay una concepción de poder, lo cual en cierta forma es circular: la verdad simplemente no podía ser verdadera. Deleuze y Guatari añadieron un juicio que marcó la época: un hecho tiene una infinidad de interpretaciones, lo cual bien puede ser cierto. Pero adelantaron una sentencia que es nuestra versión contemporánea de la pregunta de Pilatos: no hay motivo para preferir ninguna de esas versiones sobre la otra. No hay hechos, lo que hay es una serie de relatos. Somos un relato… uno que es verdadero cuando lo proferimos nosotros de nosotros mismos.

Hoy, la “Verdad” es lo que personas a las que no tenemos acceso deciden en el cuarto de atrás mientras nosotros estamos en reuniones redactando informe e intentando argumentar. Claro que existe una verdad inamovible; ya advertía Bauman que detrás de su modernidad líquida, hay una sólida cuyo dictado incambiable es que todo debe ser “líquido”. Esa verdad no se negocia. Las mismas reglas de lo que creemos muy fluido son bastante rígidas: McDonald’s no puede hacer comida saludable, pero nuestra estupidez ha interpretado el mundo comercial y el de las relaciones en las redes como “orgánico”. Permítame poner un ejemplo: cuando alguien en una app de parejas nos da “like”, lo vemos como un acto espontáneo. Poco reparamos en la ingeniería algorítmica que hay detrás. Acá no hay flexibilidad, no hay espontaneidad.

Ya que menciona esto, es un signo de nuestros tiempos (lo vuelvo a decir) que, con las redes sociales, todo el mundo se expone, incluyendo cosas que antes eran muy valoradas, como la intimidad, ¿por qué cree que se ha presentado este fenómeno?

Más que nunca, nos espiamos, chuzamos las redes y las comunicaciones paradójicamente en un tiempo en el que nos importa un bledo los demás y en qué andan. George Orwell en 1984 (lo cito de nuevo, es tan pertinente acá) temió que la esfera de lo público invadiera la privada, al punto de podernos hacer odiar a quien creíamos amar. Pero lo que vino a suceder fue más bien lo contrario: la esfera de lo privado invadió lo público. El misterioso Gran Hermano, que en 1984 era nada más que un ojo en la pantalla (ese símbolo tan poderoso como el ojo en la torre de Tolkien) ¡resultamos ser nada menos que nosotros! Lo privado es público, dicen las feministas radicales, pero no nos cabe duda de que lo público ya no nos interesa como una esfera que afecte nuestra privacidad.

A la vez, usted menciona que hemos confundido el derecho a la opinión con la inobjetabilidad de nuestros argumentos, ¿por qué?

En efecto, se trata de un corolario de la confusión de derechos y hechos. Hemos confundido nuestro derecho a la opinión, a que esta sea respetaba y expresada, con la validez de la opinión. Pero claro que se trata de dos cosas muy distintas. El problema de la validez en argumentación es algo que se afirma independientemente de quién profiera la opinión que contiene el argumento, de qué tan polémica sea y de en qué espectro ideológico caiga. Se nos olvida que hay reglas claras en el argumentar que los antiguos dejaron sentadas desde hace más de 2.500 años.

Sin embargo, usted también dice que el pensamiento crítico se desdeña o al menos se equipara a otros, al tiempo que la criticadera es la marca de los tiempos (todo el mundo opina de todo, incluso desdeñando la opinión de expertos, si dicen algo diferente a lo que el opinador de redes sociales cree); ¿cómo lo puede sustentar?

El pensamiento crítico es lo contrario del pensamiento positivo. Está lejos de ser “criticadera”; es la comprensión de la realidad marcada más por preguntas que por certezas. Nada o poco tiene que ver con sentarse a despotricar contra diversos temas o personas. Mientras que el pensamiento crítico cuestiona la realidad para no tragar entero, el otro aboga por que la gente acepte las cosas como son para no controvertir los abusos y las ausencias, sobre todo de las grandes corporaciones.

En la actualidad se presenta la paradoja de que mientras se lanzan sondas lejos al espacio, hay cada vez más gente que cree que la tierra es plana, lo cual es increíble, ¿por qué cree que ocurre esto?

El filósofo español Daniel Innerarity ha puesto el dedo en la llaga al hablar de la “sociedad de conocimiento”. Se trata de una en la que el principal acto de producción es el conocimiento. ¿No es una cruel paradoja que vivimos en una sociedad tal en la que, mientras lanzamos sondas al espacio, al tiempo hay gente diciendo que la Tierra es plana o afirmando que hay un complot de Bill Gates para ponerle chips a las vacunas? Son en realidad dos caras de la misma moneda. El conocimiento en el que nos educamos, el que producimos es un conocimiento de un cierto nivel de abstracción, sobre cosas como: ¿cómo hacer una página web en minutos? ¿Cómo aplicar la física cuántica a la computación? ¿Cómo diseñar un algoritmo que nunca permita que los precios de los tiquetes aéreos bajen? Ante ello, los temas más elementales y “mundanos” quedan en un segundo plano: ¿qué forma tiene la Tierra? Ha de ser una conspiración decir que es redonda…

De hecho, usted menciona que, más que ignorancia en muchos casos, la gente apela al error deliberado, pues siente simplemente que su opinión sin sustento —por ejemplo, que la tierra es plana— es veraz porque se acomoda a su propia experiencia ¿Cómo es eso?

Si, hemos ensayado el error. Ante la diversidad de miradas, ante la imposición de la idea según la cual vale más la oportunidad y la corrección que la verdad, hemos dicho, ensayemos el error. Ha de ser libertario: si el pasado afirmó la verdad o al menos la buscó y sin embargo cometió abusos como clase hegemónica, el error debe ser el lenguaje de las minorías excluidas. En un mundo en donde no hay verdad, el error parece una buena idea. Kant, por ejemplo, razonó mucho sobre estos temas: la razón se pierde en elucubraciones cuando se aventura más allá de toda experiencia posible, afirmó con toda clarividencia de los tiempos en que vivía y del futuro que vendría.

Tambiénme parece interesante su cuestionamiento a la noción de competencias que limita a las personas a aprender solamente lo “útil”, lo “funcional”. Y esto, en un momento en que todo el mundo opina vehementemente sobre cualquier cosa, así no sepan sobre eso, queda en evidencia; ¿podría explicar esto?

Hoy tenemos la educación por competencias. Se educa para ser competente en unas tareas específicas, lo cual es una reducción patética de la educación a lo que se cree que haremos, para resolver un problema específico, no a lo que podremos hacer y ser. Solo el que no entiende nada de educación cree que hay una relación uno a uno entre un saber y una práctica… y que se educa para. Es por ello que hoy hemos cambiado la educación por la capacitación. ¿De quién? De operadores algorítmicos que al parecer solo saben seguir procesos ciegos, instrucciones. El problema no es tanto cuando así se forma al operario de una fábrica (aunque la reducción de la capacidad humana a automatismo mecánico conlleva un cruel absurdo de la vida humana), sino al médico o al pensador. ¿Con qué terminamos? Con un autómata ciego que solo puede hablar con otro.

Vale decir que usted, que ha sido profesor en diferentes universidades, ha observado que a veces en la academia se busca que el estudiante transmita datos, pero no que aporte nuevo conocimiento. Esto se ve, por ejemplo, en el ámbito académico de las ciencias sociales donde se premia e impulsa al repetidor de citas y frases de autores, sin proponer una mirada propia. ¿Cómo ha sido su experiencia frente a esta situación?

Lo he dicho siempre: ¡a las universidades les interesa tanto la producción de conocimiento como a los restaurantes la nutrición! Si se da, maravilloso. Si no sucede, ha de decirse que no es el negocio en el cual se está. Humboldt definió alguna vez a la universidad como la vida espiritual compartida de personas que se unen por su amor al conocimiento. ¿Quién podría reconocer ese amor al conocimiento, por ejemplo, en un documento lleno de citas APA o en la búsqueda desesperada de la credencialidad y la acreditación? El conocimiento se le escapó a la Universidad, y esta sigue sin saber ni importarle qué pasó… Los problemas filosóficos interesantes, sin embargo, están en la calle, afirmaba Nietzsche. Creo que esto aplica para todo tipo de problemas si se comparan con su elaboración académica.

¿Será que todo es vertiginoso, todo pasa muy rápido, todo son escándalos y al final nada importa? En definitiva, ¿qué es la ansiedad y por qué vivimos en una era de la ansiedad? Mejor dicho, ¿qué nos queda?

He pintado un panorama sombrío, y daré unas puntadas más en esta dirección antes de virar. Toda salida que se plantea a este laberinto en el cual nosotros mismos nos hemos metido parecerá implicar dar unos pasos hacia atrás. Pero no creo que a punta de argumentos podamos regresar a los valores de la Ilustración, como pretende, por ejemplo, Steven Pinker. La “cultura woke” y la de “la cancelación” parecen haber llegado para quedarse, pero esto no implica que no haya salida.

¿Cómo es eso?

Nuestra misma ansiedad nos ha convertido en “overthinkers” (sobre-pensadores), una expresión que se aplica especialmente a los millennials y centennials, chicos que se encierran en su cuarto a pensar. Y, bueno, ser un sobre-pensador implica al menos una cosa positiva: que se piensa. Así, si sólo lográramos no pensar todo el tiempo en nosotros mismos (lo que Bertrand Russell decía es el camino a la infelicidad), veríamos que el pensar, y la felicidad que implica el horizonte que nos abre —uno en donde no hay imposturas ni agendas—, es una con nuestra capacidad de disfrutar la vida.

Pero es inevitable pensar mucho en nosotros mismos…

Por pensar mucho en nosotros mismos me refiero al ejercicio ególatra de no poder dejar de observar sin sentido ni propósito nuestro reflejo, como Narciso en el agua (o en la red). En el mito griego, Narciso fue castigado por Artemis de tal manera que la persona de la cual él se enamorara no correspondería a su amor. Cuenta el mito que, al inclinarse sobre un arroyo, Narciso se enamoró de sí mismo. Pero el castigo divino era inexorable: se enamoraría de sí, aunque no se pudiera amar, una condición propia del narcicismo: el amor loco propio aunado a la baja autoestima y la imposibilidad de quererse.

Pensar, como bien lo decía Estanislao Zuleta, implica ir en otra dirección a este amor tan extendido en la era de la ansiedad: es angustia, incertidumbre… la de decidir, dudar, la de verse a sí mismo. Pero no hay felicidad sin un grado de angustia. Algo bueno ha de venir con nuestra ansiedad; el develamiento de la única dimensión de profundidad que nos queda.

* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2015); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017). 

Fuente : El Espectador 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El deseo según Deleuze

Por Maite Larrauri, Editorial Tándem. (...) A través de su crítica al psicoanálisis, Deleuze y Guattari tienen la pretensión de establecer un nuevo concepto de deseo, de inventar un concepto que sea como un personaje de la literatura, un gigante de la vida. Como nuevo personaje que es, entra en liza con la idea preexistente, la que sostiene nuestro lenguaje y nuestra cultura, según la cual el deseo es un movimiento hacia algo que no tenemos: el deseo se manifiesta ante una falta, una carencia, y la satisfacción del deseo reside en la posesión de aquello que nos falta. Por lo tanto pensamos que lo satisfactorio es no desear, que es más feliz quien no desea porque eso significa que no le falta nada. Una concepción del deseo como carencia de algo siempre vincula el deseo al objeto: deseo esto o esto otro, deseo a tal persona, deseo estudiar esa carrera… Y como concebimos al mismo tiempo que existen objetos malos y objetos buenos, juzgaremos que un deseo es bueno o malo según la nat

¿Estamos formando lectores críticos o criticones?

  Julián de Zubiría Samper 15 may 2023 - 9:00 p. m.  La gran mayoría de docentes en Colombia cree que se puede enseñar a leer de manera crítica desde el primer grado. Sin embargo, tan solo el 1 % de los estudiantes logra consolidar esta competencia al culminar su educación básica. Resolver esta paradoja nos dará muchas luces sobre por qué la mayoría de los colombianos opinamos tanto y leemos tan poco y tan mal. Con mucha frecuencia en mis seminarios con docentes suelo hacer esta pregunta: ¿Cuántos de ustedes consideran que se puede enseñar a leer de manera crítica desde el primer grado? La pregunta es similar a esta otra: ¿Cuántos de ustedes consideran que un niño de siete años puede ganar una etapa en la vuelta a Colombia en bicicleta? Es impactante la respuesta que dan los profesores: ¡cerca del 85 % me dicen que se puede enseñar a leer de manera crítica desde los siete años a cualquier niño! Es más, ¡argumentan que lo están haciendo! Lo que encontramos al revisar las pruebas PISA es

Soy porque somos

  Beatriz Vanegas Athías   Cuando esta columna salga, es decir, hoy martes 31 de mayo, es posible que Gustavo Francisco Petro Urrego y Francia Helena Márquez Mina sean el nuevo presidente y la nueva vicepresidenta de Colombia. Al menos, es mi deseo, es mi sueño y como dice el proverbio árabe: “Donde hay un sueño, hay un camino”. He aprendido con el paso de los días, que uno tras otro son la vida (como canta el poeta Aurelio Arturo), el difícil arte de admirar en un país en el que desde niñas nos enseñan a competir y a guardar silencio mientras el otro (o la otra) habla; y cuando de responder se trata, no se hace para valorar lo oído, sino para contrarrestarlo sin argumentos porque en verdad no interesa que lo dicho por el interlocutor sea loable: lo que interesa es imponer mis propias (aunque absurdas) posiciones. Castrados para admirar y educados para envidiar no se tolera la grandeza, a cambio se acoge lo establecido, lo manido, lo mediocre. Es decir, para este contexto político que